sábado, 12 de marzo de 2011

Sabor cereza

Cuando la conocí, se llamaba  Julia, y digo se llamaba porque la segunda vez que nos vimos me dijo que su verdadero nombre era Tania; así es ella... Ahora que lo recuerdo, cuando me hablaron de ella, me dijeron otro nombre completamente distinto. Mejor paro, dejo de irme por las ramas y empiezo desde el principio, que si no, os vais a liar, aunque os aviso de que es difícil quedarse con los pies en  la tierra cuando se está con una mujer como ella.

¿Mujer? No sé si es el término más apropiado para definirla, ya que a veces es una niña de la cabeza a los pies.

Hecha esta introducción, comienzo desde aquí:

Madrid, hace dos inviernos. Mucho frío por las calles y en cada esquina, repartidos estratégicamente, vendedores de castañas compitiendo por calentarte el estómago con una docena de frutos secos. Las calles se peleaban por deshacer los últmos resquicios de nieve que nos había traido la noche anterior- Espera un momento que piense por qué había bajado yo con 10 apetecibles graditos de temperatura... Ya sé: iba a la tienda de mi madre para entregarle un paquete- Atravesando la calle llena de estrellas doradas y abetos vestidos con guirnaldas, me crucé con Yago- Descripción rápida para que no confundiros: muy alto, pelo rizado y corto, moreno, ojos oscuros, perilla y oreja plagada de pendientes- Mi mejor amigo me saludó con la cabeza y me dedicó- a ver, que las cuento- seis palabras que han sido el origen de toda esta enrevesada historia; Y dijo así: "Tengo que presentarte a una amiga". Nuestra conversación acabó degenerando bastante en lo que se suele denominar una conversación de besugos- por lo que esta parte me la salto- Me despedí de Yago con un abrazo y quedamos en que me presentaría a "Daniela" ese mismo fin de semana, en su casa.

Pequeño piso madrileño, cuatro días después de lo anteriormente resumido. Subía las escaleras de dos en dos como solía hacer hace bastantes años. Deslicé mi mano por la pared helada y pulsé el timbre. Yago salió a mi encuentro con una sonrisa de oreja a oreja y me arrastró al salón, donde me deshice del abrigo y la bufanda, que cayeron automáticamente sobre una montaña de prendas, y saludé al resto de la gente. Vicente se acercó a mí con la botella de Vodka; Esperé a que se alejara para vaciar el contenido de mi copa en la maceta de la mesa del comedor. Me giré disimuladamente, silbando al ritmo de la música, y me crucé con unos ojos desconocidos para mí hasta entonces; Sin esperar respuesta, se presentó- Me va a ser difícil describírosla de forma rápida, en pocas palabras: castaña, pelo largo y ondulado, ojos negros, nariz pequeña, aro en un lateral de sus labios, guapísima- Me contó cómo había conocido a Yago, en un campamento de verano en Murcia, y reiteró las veces que él le había hablado de mi. Yo no podía apartar la vista de sus labios, del arito que birllaba en ellos, y, cuando conseguí salir de mi ensoñación, a duras penas, me presenté; Estuvimos hablando largo y tendido- En las dos horas de conversación, Yago no nos quitó ojo ni un segundo- Cuando llegó la hora de irse, yo salí de allí con un millón de preguntas y un nuevo número de teléfono grabado en el móvil.

Madrid, dos semanas después, en una calle llena de viandantes atiborrados de bolsas. Justo cuando salía de la última tienda que era capaz de visitar sin que la muchedumbre me tragara, me crucé con ella y, sin dudarlo un segundo, me acerqué entre brincos y bolsazos. Convenimos en dirigirnos a un lugar más tranquilo. Al igual que yo, ella había aprovechado las últimas semanas de rebajas para fundirse el aguinaldo. Dos sorbos de café más tarde, Tania me invitaba a salir esa misma tarde.

Madrid, hora y media después, mi armario. Sí, estaba literalmente dentro de mi armario. Yo, que se puede decir que prácticamente cojo la ropa con los ojos cerrados, no podía parar de dar vueltas pensando qué me iba a poner. Al final, terminé por ponerme lo de siempre, guardé mi móvil y las llaves en el bolsillo y salí corriendo de mi casa; ya llegaba quince minutos tarde.
A las siete y veintitrés minutos atravesaba el parque, donde yacía ella sentada en un banco, esforzándose por dibujar formas con el vaho que salía de sus labios. No esperé a su saludo, sino que directamente me planté frente a ella, acerqué mi rostro a su mejilla y la besé, dejándo que su perfume inundara mis pulmones. Ella se levantó del banco y, dando media vuelta me mostró sus adquisiciones navideñas. Después de contar con mi aprobación, agarró mi mano y me condujo hacia su casa- Yo temí que mi cara hubiese reflejado la incomodidad que me estaba haciendo pasar, pero o bien no se dio cuenta, o no quiso hacerlo-
Llegamos después de quince minutos serpentando por las estrechas callejuelas de su barrio, durante lso cuáles sólo soltó mi mano para rebuscar en su bolso las llaves, que introdujo en la cerradura chirriante, y, una vez que la puerta cedió al contacto del frío metal, recuperó mis dedos que trataban de esconderse en vano bajo mi sudadera. Cogimos el ascensor y pulsó el primer piso con sus uñas nacaradas- Aparentaba todo lo contario, pero era incluso más perezosa que yo- Utilizó el escaso trayecto del portal al primero para acercarse a mí y darme un tierno beso en la mejilla, quedándose a escasos centímetros de mi boca, momento en el que lo único que se escuchó, en todas las partes del globo, fue mi garganta al tragar saliva.

No voy a entretenerme relatándoos banales recuerdos de su casa, sino que iré directamente al momento que cambió de forma agresiva mi manera de ser, mi forma de pensar, y los ojos con los que siempre he mirado al mundo:

Madrid, en una habitación recubierta de secretos. Salió a la cocina en busca de algo que picar; Yo me dediqué a contemplar las fotografías que se dejaban caer en algún que otro marco, adornando las estanetrías y cubriendo los pocos libros que tenía. Mientras trataba de identificar sin éxito las caras de sus amigos, la música empezó a emanar del salón. Apareció al instante con dos Coca-Colas bajo el brazo y un bol de palomitas en la mano, se sentó a mi lado en su blanda cama y se fijó en lo que yo había estado mirando hasta hacía un minuto. Me contó toda clase de anécdotas a cerca de esos rostros sin nombre; desde la vez que se quedaron encerrados en el colegio hasta el momento en que perdió la virginidad, y, cuando creyó haberme contado suficiente, susurró: Te toca. Yo le conté con pelos y señales todas las idioteces que había hecho con Yago: "Nos conocemos desde que llevábamos pañales", le confesé. Sus labios se aproximaron a la lata, apartó las palomitas de sus piernas, se sentó frente a mi con las piernas cruzadas y miró fijamente mis labios. Yo me acerqué involuntariamente- juro que no sabía lo que hacía- y agarré un mechón de su pelo con mis dedos, acariciándolo suavemente, arrastrándola hacia mí. Ella sonrió- No sé si porque en ese momento sonaba su canción favorita o si fue por lo que estaba a punto de hacer- Me besó. Sus labios se enredaron con los míos, cambiándome para siempre.

Nunca antes había sentido nada igual. No sé si me explico: no es que fuese mi primer beso, ni el segundo, ni el tercero... Héctor, mi ex, sabe bien que durante los ocho meses que estuvimos juntos no hacíamos otra cosa que besarnos. Me refiero a que nunca había probado unos labios suaves como los míos. Nunca antes había robado un beso con sabor a cereza. Ésa era la primera vez que besaba a una mujer y, no fue la última.

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