miércoles, 26 de febrero de 2014

Mentiras piadosas

Se conocieron al estilo americano, con el típico choque despistado y de improvisto, sólo que ella iba al volante conduciendo hacia el final de un estresante día, y él cruzaba el paso legalmente, con semáforo en verde y abuelilla de testigo. El cuasiatropello empezó con insultos, proseguidos de un par de cortes de mangas simultáneos, pero el cabreo inicial acabó por esfumarse, sustituido en su lugar por un continuo goteo de súplicas y disculpas. Ella estaba tan avergonzada y aturdida que confundió izquierda con derecha, el intermitente con el limpia y su propio nombre por el de alguna que otra chica de revista. Él aceptó con gusto sus disculpas y su número de teléfono, añadiéndolo hábilmente con un sólo dedo a su lista de contactos. Donde debería haber tecleado María escribió Sofía, y, por alguna razón desconocida por los designios del universo, en vez de corregirle, le invitó a subir al coche, que había alquilado para pasar unos días en Madrid, pero que, por algún motivo, se convirtió en su propio coche, desde hacía tres años. Mentira tras mentira, la vieja María, nueva Sofía, se veía enredada en una espiral viciosa que veía incapaz de controlar.

 Mentirosa y enamoradiza compulsiva, besaba por donde él pisaba, cubierta por un velo de engaños tejidos cariñosamente por el paso del tiempo. Sofía María nunca le invitó a su piso, por estar presuntamente hecho un desastre por las llamas que lo consumieron, fruto de un despiste de su compañera de piso con la sandwichera. Ni tenía tal aparato de teletienda ni alquilado un estudio en Moratalaz, pero él, embebido con sus cálidos ojos y sus inocentes sonrisas, se lo creía todo sin problemas. Pasó tanto tiempo que ella tuvo que abandonar el hotel por falta de liquidez e instalarse en su casa, a la espera de que el falso seguro y el falso perito determinaran la causa y la indemnización del falso incendio. Él, un niño pijo, resabiado y consentido, vivía aún en el lecho materno, pero el chalet era lo suficientemente espacioso como para dejar aire fresco a la parejita. Un mes, dos, tres meses de felicidad incontenible y maquillada, Sofía María se había acomodado tan bien a la vida de mentiras que había construido que, cuando él le propuso matrimonio, se le escapó sin pensarlo un no tan grande como el chalet de tres plantas. 

lunes, 24 de febrero de 2014

Amor platónico

Si se tratase del físico, sin duda alguna el lumbreras que le dio nombre a este bello sentimiento habría cambiado al filósofo griego por algún ser con mayor atractivo, como por ejemplo amor "georgeclooniano", sin ánimo de ofender al señor de la caverna. Aunque el mío es mucho menos comercial, representa más fielmente los principios del amor a primera vista, del flechazo, basado en la atracción física pero, ¿desde cuándo el concepto original del amor platónico se ha basado en la apariencia, en la cubierta, en la primera capa de la cebolla? 

El amor platónico le debe su nombre al filósofo ni más ni menos que por su transcendental teoría de las ideas, en la cual no es necesario profundizar para entender este hermoso y confuso sentimiento abstracto. Complejo y difícil como el arte expuesto en ARCO, este particular amor es espiritual, idílico y onírico. Es la admiración de una persona que a nuestros ojos es más valiente que el Cid Campeador, listo y, sobre todo, inalcanzable. Un aura de pureza y romanticismo les rodea y separa horas luz de nosotros y sólo nos los acerca en nuestras ensoñaciones. 

La teoría, como casi siempre, es fácil, sencilla y, en mayor o menor grado, comprensible. No obstante, en el arduo y polvoriento terreno de la práctica, ¿qué sucede cuando el escritor de x libro, el profesor de gimnasia o el cantante de rock descienden del mundo de las ideas platónico y se desean, se comparten, se consumen? ¿Se pervierte el amor platónico, perdiéndose la gracia, la inocencia, el cosquilleo involuntario, a la deriva de un pecado carnal y sediento? ¿Se pierde la admiración por nuestro Platón o nuestro Clooney una vez que lo hemos conquistado?

Amor. What else?

jueves, 20 de febrero de 2014

A cup of tea

Noche tras noche, acurrucada bajo la manta aterciopelada que se extendía con gracia sobre sus finas piernas como la cola de un infinito vestido de gala, se removía en el sofá hasta encontrar el hueco perfecto entre cojín y cojín. Agarraba firmemente con ambas manos una finísima taza de porcelana, fina como su autoestima, translúcida y frágil. La tacita, herencia de una bisabuela caduca, había sufrido el paso del tiempo y del té, pues cada noche una bolsita entraba y salía, entraba y salía, con el vaivén de sus dedos aferrados a la etiqueta que casi siempre acababa por esconderse en el fondo. Cucharas de plástico, desechables, sin glamour alguno, contrastaban con las flores del cerezo en primavera que algún artista había pintado con pulso de acero sobre la porcelana. Dos terrones de azúcar moreno, más morenos que los cabellos revueltos de la joven, se deshacían lentamente en lo más profundo de la diminuta taza, consumidos por el agua hirviendo y las especias de cada nueva bolsita de té. Cada diez minutos un pitido ensordecedor maullaba desde la cocina clamando auxilio. Entonces ella dejaba con delicadeza la tacita sobre una mesa de roble rescatada de la basura y corría de puntillas a por la tetera metálica, robusta y nueva que algún ser querido le había regalado por su último cumpleaños. De un cajón desastre sacaba una bolsita, o dos los días que se sentía estresada, y volvía por donde había venido para rellenar de nuevo la tacita. Después de sentarse en el hueco del sofá y arroparse con su vestido de terciopelo, se mojaba los labios con el suave aroma del té verde, el de jazmín o tal vez un nuevo sabor de eso que los entendidos llamaban rooibos. Con el carmín rosado en los bordes, la tacita volvía vacía a su sitio para descansar, hasta la noche siguiente. 

miércoles, 19 de febrero de 2014

Descripciones

A las tres y dos minutos entraron por la puerta Amanda y Mario. A la primera le lancé una mirada llena de odio y recelo, cuya respuesta fue la más absoluta indiferencia; al segundo le interrogué con la vista previo saludo mudo y gesticulado, a lo que hizo caso omiso. Ambos pasaron de largo a sus respectivos cuartos. Permanecí de pie en la entrada, al lado del ropero. Crucé el inmenso vestíbulo desnudo, prácticamente despoblado de vida salvo por el ficus que vigilaba la estancia desde la esquina. Tras dirigir una mirada al horizonte, coloreado con un tono celeste difuminado por trazos naranjas, fui a la cocina y saqué una bolsa de arroz congelado, de esos sofritos modernos que llevan verduras pasteurizadas y revenidas que se convierten en comestibles a los dos minutos de sartén. En realidad no tenía hambre, sólo la quería para ponérmela en la cabeza. 

Arrojé la bolsa sobre la encimera de mármol blanco con un saque de tenista, cerré la puerta de la nevera con el talón izquierdo y dirigí una instigadora mirada por cada rincón de la casa. Recorrí el segundo pasillo, el que daba al salón, sin poder evitar cruzarme con la asistenta amargada pero prudente, que me dirigió una mirada recelosa bajo dos arcos apenas perceptibles a los que hacía llamar cejas. Cuando ésta desapareció disimuladamente con el plumero entre las piernas, chorreando una hilera de polvo tras sus talones, me senté en el piano de cola y jugueteé con las teclas nerviosa, cual secretaria desquiciada con un portátil obsoleto y ruidoso, de esos que se calientan todo el rato y se ventilan poniendo un lapicerito en un lateral. A lo que escupía el piano no se le podía llamar música precisamente, pero igualmente enderecé la espalda y me comporté como una profesional estirando mis dedos al máximo como el cuello de una garza, golpeando con más y más fuerza cada tecla, mientras la bolsa de arroz se descongelaba en todas partes menos sobre mi cabeza.

Mario se asomó por el arco del salón y se acercó a mí con paso firme, mientras yo destrozaba las sinfonías que caprichosamente interpretaba, sin ton ni son. Se sentó a mi lado como bien pudo, pues no me moví ni un centímetro para hacerle hueco a ese culo de mentiroso que paseaba tan campante por mi casa. Al ritmo de mis notas suicidas, separó delicadamente un mechón deshilachado que colgaba de mi frente y deslizó sus dedos tras mi oreja, acercando al mismo tiempo su cabeza a la mía. Me besó en la frente con un orgullo fingido y se marchó sin articular palabra. Oí sus pasos al lo lejos, en el pasillo, en el descansillo de la escalera  de la entrada y luego, silencio. ¿Había cogido la pistola que tenía en su cuarto? La intriga me consumía lentamente por dentro, deshaciendo la cera de mis paredes estomacales consumidas por el fuego de la sorpresa. De cuatro en cuatro subí los peldaños de la escalera de caracol, perdiendo el aliento en cada escalón, pero mi prisa se esfumó en cuanto me encontré frente a su puerta. El pomo brillaba bajo la luz dorada de las lámparas que colgaban a cada lado de la puerta de roble. No se oía un alma, incluso dejé de escuchar mi propia respiración. Miré a mis espaldas con la mano agarrando firmemente el pomo helado. Los cuadros por delante de los que tantas veces había pasado me parecían nuevos, brillantes, vibrantes, con colores increíblemente vívidos y amenazantes. Unos tulipanes blancos y frescos, recién extirpados del suelo, descansaban en un jarrón de cristal de murano, que hacía de prisma ante la luz que se colaba por la ventana dibujando finas y puntiagudas formas de una belleza extrema, que señalaban descaradamente la puerta que se erguía frente a mis pies descalzos. Respiré, tragué el aire, lo expulsé, como si estuviese fumándome el ambiente de mentiras que se respiraba en mi casa y giré el pomo cuidadosamente. Cerré la puerta, abrí el cajón de la mesilla: la reluciente pistola negra no estaba.

martes, 18 de febrero de 2014

Lunes

Lunes. Se despierta inquieto, acelerado, con un sudor frío que empapa sus más oscuras pesadillas. Cada media hora, cada veinte minutos, cada diez. El goteo del reloj de arena descuenta sin piedad los minutos que le quedan antes de sacar un pie de sus sábanas mojadas. La noche avanza mientras se pelea con la almohada y, antes de que pueda darse cuenta, se acaba la paz de su oscuridad. Se levanta torpemente, a ciegas, cabizbajo, desnudo y tantea con la áspera palma de su mano derecha el gotelé en busca del interruptor. Con los ojos semicerrados y la luz encendida, brillante, dolorosa, se viste lo más rápido que puede. No se detiene a peinarse, no se lleva nada a la boca salvo una bocanada de aire gélido que termina por despertarle. 

Lunes. Sentado en el coche espera a que pasen las horas, sin prisa, vagabundeando por las aceras, las carreteras, las suelas de los idiotas que cruzan a la deriva. A lo lejos escucha unos tacones que apuñalan el asfalto con gracia, pero se desvanecen rápidamente en la niebla del ruido. Acaricia el volante con las yemas de los dedos, luego con la palma y después apoya ambos brazos sobre él, echando todo el peso del cuerpo hacia delante, descansando los ojos en el horizonte, en algún lugar en el que desearía estar pero al que nunca llega, no llega. 

Lunes. Se baja del coche con un portazo ensordecedor. No se ha movido, o tal vez sí, pero su cabeza se ha marchado llevándose todos los últimos pensamientos que había refugiados en ella. Pone los ojos en blanco, suspira, se sacude el cabello frenéticamente, se deja llevar por sus pasos frenéticos y descontrolados. Cinco, seis, siete vueltas a la manzana, pasea por delante de los mismos portales enrejados, encerrados, empotrados contra paredes gigantescas y heladas. La ciudad se le echa encima, pero está tan ciego que ni siquiera lo oye. 

Lunes.  Es de noche otra vez, pero ¿acaso se hizo de día? La persiana está bajada, las sábanas siguen mojadas y un montón de papeles desordenados se yergue amenazante sobre el escritorio de nogal. No ha derramado una sola gota de tinta ni ha escrito poemas ensangrentados que hablen de ella, pero sigue oyendo el vaivén de sus tacones que bailan el tango de sus recuerdos. Esconde su cabeza bajo la almohada, cubriéndose los oídos con fuerza, pero antes agarra el móvil para programar la alarma, cuando se da cuenta de que hoy es martes.

lunes, 17 de febrero de 2014

Desconexión

Hay veces que uno siente un repiqueteo en la espalda, un repentino dolor de cabeza, alguna vocecilla interna que pide un poco de calma, algo que ni unos minutos de sauna ni un par de velas parecen conseguir. A veces, la saturación es tal que nos vemos obligados a huir de la rutina, de las clases, de los coches, de la gente, de la vida y llenamos la maleta y el depósito con la esperanza de dejar nuestros demonios por el camino. Pero no se van, parece que se conocen el camino y nos siguen allá donde nos escondamos, en la montaña, en la nieve, en el agua. Subimos, bajamos, bebemos, pero nunca olvidamos y cuando nuestra escapada de fin de semana se esfuma, todo vuelve a la normalidad. 

Tres días más tarde, con la barba un poco más larga y el depósito vacío de nuevo, nada ha cambiado. La rutina sigue siendo igual de pesada y las fuerzas para combatirla cada vez menores. ¿Para qué sirven las escapadas de fin de semana si detrás siempre vendrá el lunes? 

miércoles, 12 de febrero de 2014

Madrid Maravilla

Nunca me he sentido del todo a gusto en esta España famélica y agonizante que nos toca vivir  en estos últimos tiempos, por lo que mi decisión y oportunidad de marcharme sacudió mis ideas y mi pelo con un soplo de aire fresco y un poquito más frío. Una bocanada de aire belga inundó mis pulmones cuando supe que mi destino erasmus sería Amberes. Hice la maleta en un santiamén y me marché a bailar flamenco, para chiste de muchos, y a mejorar el inglés, aunque a los ojos de nuestro maravilloso ministro José Ignacio Wert sólo quisiese pasarme belgas por la piedra y colocarme. 

Tras casi medio año fuera, mis recuerdos de la patria habían empezado a emborronarse, pero una inquietante y molesta nostalgia se había colado por debajo de la puerta de la residencia y, sin saber muy bien cómo, había encontrado un pequeño hueco entre las bragas colgando del corcho, el tocho de apuntes y el mocho del vecino. Y no sólo se había asentado en mi nueva vida, sino que se vino conmigo en la maleta de ochocientos mil kilos que casi no me entra en el avión. El resultado fue una alegría descomunal, que hacía mucho tiempo que no sentía, al llegar a mi ciudad favorita. Está sucia, descuidada y más mojada, pero el metro me recibió con las puertas abiertas y todos mis paisanos parecían sonreírme cuando me cruzaba en sus despistados caminos. 

Sentí mucha pena al volver y dejar atrás tantos momentazos y la gente con quienes los compartí, pero mi regreso era algo que tenía que ocurrir más tarde o más temprano, sobre todo ahora que los belgas nos echan de una patada en el culo si no encontramos curro. Deportaciones aparte, mi estancia allí no la cambio por nada, pero tampoco Madrid.

PD: Pincha en la imagen para ver a qué me refiero 


martes, 11 de febrero de 2014

El señor Estereotipo

En una asignatura de la carrera, de cuyo nombre no quiero acordarme, leí algo que escribió alguien acerca de los estereotipos. Ignoro completamente a qué fin respondía tal escrito y las razones por las cuales se me obligó a leerlo, pero las palabras que encontré entre esas páginas desordenadas y caóticas, escritas en la lengua de Shakespeare, me hicieron reflexionar sobre el mundo que me rodea y la visión que tenemos todos de él. 

Decía algo así como que los estereotipos son una construcción mental necesaria para entender el mundo, pues nuestro aprendizaje se reduce a la categorización de los objetos que percibimos. Dicho de otro modo, el estereotipo no es sino otro invento más del hombre, quizá del catálogo infinito de Thomas Alva Edison o de algún piltrafilla sin nombre que firmó con la A de anárquico y anónimo. Como casi todos los inventos humanos, se ha convertido en un instrumento social totalmente necesario y útil, según el autor del texto cuya cara y nombre desconozco. Así es como se explicaría porqué todos los niños pintan las casas con tejado triangular o porqué se piensa que todos los negros tienen un gran asunto entre las piernas, aunque quizás aquí más que de estereptipos se trate de una mera cuestión de estadística y matemática. 

Pongámonos en lo peor: si el estereotipo fuera una persona, sería el primo feo de Don Monopoly. Un señor gordo, con bigote también, gafas de pasta, corto de mente y sobrado del bajo del pantalón. Tosco, rudo, maleducado e ignorante, que ve la vida a través de sus anteojos con una mirada tan reducida y simplificadora como su conocimiento del mundo. Los chinos amarillos, los negros atléticos, los americanos ignorantes, las rubias tontas, las morenas malas, los hombres simples y las mujeres complicadas; así es cómo el señor Estereotipo nos vende la moto. Una vespino destartalada que tuvo sus días de gloria algún tiempo atrás, pero que se ha quedado obsoleta con el paso del tiempo, el florecimiento de la tecnología, el uso masivo de Internet y el acceso democrático a una conciencia colectiva que se alimenta de lo que ve, lo que oye, lo que vive y lo que siente, y un poco menos de lo que pretenden imponerle.

domingo, 9 de febrero de 2014

Veranito

Cuando de alguna boca despistada se escapa la palabra verano, los ojos prácticamente se nos salen de las cuencas y nuestros propios labios comienzan un baile frenético e incontenible, al tiempo que salivamos y relamemos hasta la última letra. Algunos hasta se remueven inquietos en sus asientos, como si un interruptor mágico escondido en la nuca acabase de hacer clic automáticamente; otros incluso rompen a sudar imaginándose bajo el abrigo del sol, achicharrados en la arena o meciéndose en la tumbona con un alcohol ligerito en la copa. 

El veranito se ha convertido en la única de razón de ser, actuar, trabajar y estudiar para todas y cada una de las personas que conozco, incluyéndome yo misma. En los días grises y lluviosos como hoy, mi mente se va a la deriva de la imaginación y la memoria, una mezcla fatal cuando tengo cosas pendientes que hacer, pues soy muy dada a los ejercicios mentales de visualización: un bikini nuevo, otro corte de pelo, una "jartá" de cervecitas en la terraza, una noche de tapas, días sin horarios, y sol, sobre todo, mucho sol.  

Normalmente es una especie de terapia, pero el problema llega cuando se convierte en nuestro único objetivo, herramienta de supervivencia anual y justificante de todas y cada una de nuestras acciones. ¿No estaremos dejando atrás grandes momentos en nuestra precipitada carrera hacia el verano?

jueves, 6 de febrero de 2014

La crisis de los 20

Cuando soplas veinte diminutas velas que se consumen rápidamente y pringan entera tu tarta de cuatro capas de chocolate no te das cuenta de que acabas de abandonar para siempre los diecitantos. Tienen que pasar unos meses y algún que otro altibajo para que seas consciente de que acabas de par un paso de gigante hacia el principio del fin, hacia un adiós progresivo a tu juventud. Te miras al espejo, sonríes, te pones de perfil, haces muecas y comparas con gusto esa cara que parece nueva con las fotografías de hace algunos años. Que has cambiado es un hecho, pero ¿cuánto? No te sientes tan niño como para que te digan que ordenes tu maldito cuarto, pero tampoco quieres ser lo bastante adulto como para acarrear con todas esas aburridas responsabilidades, problemas y papeleos de la vida senior. 

Eres un objeto no volante y no identificado que busca su camino en el mundo. Tienes pelos hasta en el carnet de identidad y alguna que otra arrugita asoma por la cara, pero no es nada de lo que preocuparse por ahora. Te sientes lleno de energía y con ganas de comerte el mundo, hasta que sales de fiesta, te pillas el pedo de tu vida y la resaca, en lugar de media mañana, te dura tres días. Alerta de tu hígado y de tus pies que ya no soportan más de dos horas seguidas unos tacones en condiciones, y el cansancio te vuelve irremediablemente más casero. 

En los estudios no mejora la cosa. Menos concentración y menos motivación, con unas crisis existenciales que te hacen replantearte tu vida entera. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? Y sobre todo, ¿para qué coño estudiamos? Para aprobar, matar medio millón de neuronas en el verano y recibir una palmadita en la espalda. 

Y para colmo, nos llaman la generación perdida. No niego que lo estemos, pero al menos somos la última esperanza que les queda. Nosotros levantaremos el país o huiremos de él...

martes, 4 de febrero de 2014

La idiota que quería ser escritora

No escribo para que me entiendan, ni para que me quieran. Ni siquiera escribo para que me lean. Escribo porque es la única terapia que me puedo permitir. Escribo porque lo necesito, porque me ayuda a respirar cuando me ahogo y son los gritos que ahogo cuando no me atrevo a decir en alto lo que pienso. Me gusta escribir de forma enrevesada y enredar las palabras con mis pensamientos, dibujando rompecabezas con las palabras. No soy fácil de entender, ni, por ende, tampoco de leer. Pero no me importa, todo lo contrario, me encanta. Desde bien pequeña me han gustado los libros, pero siempre los he preferido cerrados, y últimamente, si vienen en blanco, mejor. Necesito ese pequeño espacio ya sea en una hoja de papel o en un blog insignificante, que me ayude a sobrevivir a mis pensamientos. Necesito arrojar palabras sin sentido, darles la vuelta, cambiarles de color, de tamaño, de orden, jugar con ellas como si de cerámica resbaladiza y pegajosa se tratara. Escribo como respiro y pienso como siento. 

lunes, 3 de febrero de 2014

Cafeína

Nunca he apreciado mucho la cama, ni siquiera después de una de esas noches enteras de parranda que me devuelven a casa con ojeras hasta en el carnet de identidad. Y es que cuando acostumbro mi cuerpo a seguir una rutina, no hay quien me la cambie. Eso puede tener tantas ventajas como inconvenientes, según el lado desde el que se mire. En resumen, que como consecuencia de mi poca afinidad de la cama, he desarrollado un muelle en el culo que me lanza disparada fuera de las sábanas cuando he recargado un poco las pilas, lo suficiente como para seguir dando por saco. Y así, día tras día, caigo rendida entre las sábanas frías hasta que no aguanto más y tengo que huir despavorida de ellas. En ese sentido, pude decirse que soy única en mi especie, pues no he visto jamás a nadie con tan poco gusto por dormir y tan asombrosa facilidad para seguir adelante con una simple cabezadita.

Aunque no toda esa energía viene como por arte de magia a inyectarse en mis venas. He de reconocer que me gusta más de lo que debería un buen chute de cafeína. Hago colección de capsulitas de colores, de absurdos sabores y aromas que les dan nombres burdos y faltos de originalidad. Pero supongo que en italiano todo suena mejor y de ahí el marketing exitoso de todas las cafeteras de este planeta que podría poseer con mucho gusto. Por la mañana un café, o dos, y por la noche un redbull y soy el lado oscuro de Chicho Terremoto, con la inquietante habilidad de subirme por las paredes y rozar la histeria. El café puede llegar a hacer conmigo lo que le hacía un agüita a los pobres Gremlins, aunque yo el carácter de bicho ya lo llevo de serie. 

Con cafeína o sin ella, nunca me ha gustado demasiado la cama, pues llevo tatuada la filosofía de que la vida es eso que pasa mientras duermes y, aunque un buen sueño nunca le amarga a nadie, sólo despiertos podemos llegar a hacerlo realidad. Los mejores recuerdos que guardo, tanto dentro como fuera de la cama, los revivo soñando, pero sólo despierta puedo seguir viviendo momentos que recordar. 

domingo, 2 de febrero de 2014

Desde Roma con Amor - XV

El nuevo año se me pasó realmente rápido, al menos la primera parte, hasta llegar al final de los exámenes y el comienzo de un nuevo largo verano.  Entre medias, nada cambió en mi vida. Seguía compartiéndola con él, recorriendo juntos Madrid, en busca de nuevos rincones de los que enamorarnos. Nuestras vidas siguieron el mismo camino durante todos los meses del invierno y la primavera, hasta que llegamos a los ardientes del verano. Siempre ha sido mi estación del año favorita, pero mucho más aún desde que salía con ojos negros. Sin ninguna preocupación, deber o trabajo pendiente, Izan y yo disponíamos de mucho más tiempo aún para estar juntos, hacer cosas nuevas, ver mundo o quedarnos entre las sábanas. 

El pasado verano fue considerablemente largo, pues aprobé todas las asignaturas a la primera, pudiendo disfrutar de tres meses de calor, diversión y total libertad. Muchas cosas fueron las que viví en la época estival, pero hay dos de ellas que quedarán para siempre grabadas en mi memoria. 

La primera de ellas fue mi viaje a Luarca con Izan, completamente solos. Sin pensárnoslo dos veces, nos subimos a mi coche con un par de maletas y cinco horas de viaje por delante. Se pasaron más rápido de lo que esperaba, por lo que llegamos con energía y ganas de deshacernos del equipaje, incluida nuestra ropa. 

 Los días pasaban con más prisa de la que habríamos deseado, pero los aprovechábamos al máximo con nuestras visitas a la playa, donde ojos negros se volvía loco cuando la marea estaba baja, ansioso por zambullirse en ella en busca de peces y tesoros ocultos olvidados junto a las rocas. Yo le seguía con cierta dificultad, hasta que finalmente me veía obligada a volverme a la orilla. Cuando no estábamos bañándonos, hacíamos alguna excursión o paseo por el pueblo y así, sin ninguna prisa pero con mucha ternura, pasó una semana fantástica en el norte de España.

La segunda cosa que dejó una huella imborrable en mi verano vino un poco después de nuestra escapada a Luarca, aunque esta vez no estaba con él. Me fui con mis amigas durante cinco días a un festival de música electrónica en Castellón. Nos alojamos en un camping, pero hacíamos vida en la playa y en el recinto de festivales. El último día de conciertos coincidía con mi cumpleaños, lo cual me hacía mucha ilusión por poder celebrarlo con mis amigas, aunque deseaba poder estar con Izan también. A las doce del día 17 de agosto, recibí una llamada suya felicitándome. Como estaba en el concierto no pude oírle bien y quedé en llamarle más tarde, pero como no me lo cogía, le escribí un sms cuando iba de camino al camping. Mi sorpresa fue al cruzar el paseo marítimo y levantar la cabeza, pues no podía creerme quién estaba plantado frente a mí.