Cuenta la leyenda que una vez
hace no tanto tiempo, en la capital de nuestra tierra, un sabio erudito decidió
compartir con el mundo todo su conocimiento. Para ello, escondió 30.000 libros de su más preciada
colección, que quedaron repartidos por los rincones más bellos de la ciudad. El
mayor deseo del sabio anciano no era otro que dejar que la imaginación, la
creatividad y la originalidad de aquellos libros inundaran los espíritus de sus
afortunados lectores, los cuales deberían devolverlos a su escondite para que
otro nuevo lector los encontrara. Todavía hoy son muchos los afortunados que se
inspiran en esos retales de papel que deambulan por Madrid y yo, quiero ser una
de ellos…
Sin más dilaciones y sin
pensármelo dos veces, me puse en camino de la búsqueda de esos tesoros de papel
escondidos en los rincones de la ciudad. Previamente ya había estado
reflexionando sobre el lugar más propicio para encontrar alguna reliquia
literaria. No me llevó mucho, apenas unas dos horas de cavilaciones y una de
“Google Maps”, para escoger mi destino. A decir verdad, me dejé llevar por las
recomendaciones de familiares y amigos, de esos que son “el amigo del amigo de
mi amigo”, que afirmó encontrar una vez un libro escondido en tal o cual
lugar. Nunca he sido de dejarme llevar
por habladurías , y mucho menos de fiarme de fuentes poco fidedignas, pero en
esta ocasión la excepción se hizo regla y me aconsejó que tenía bastante más
que ganar de lo que podía perder.
Como decía, las recomendaciones
me sacaron el billete de ida (sin vuelta, para darle más emoción al asunto)
hacia lo que parecía ser un blanco fácil, un trabajo de campo que sería capaz
de despachar en, como mucho, un par de horas. El lugar de mis exploraciones
literarias no era otro que el Parque de los Parques Madrileños, el preferido
por hijos, padres, abuelos y veraneantes, el Retiro. Este idilio de
senderos teñidos de esmeralda y ocre
prometía albergar en sus rincones, más o menos accesibles, las evidencias de
que lo de los libros escondidos no era una mera leyenda urbana. Por ello,
entusiasmada e ilusionada cual niña con zapatos nuevos, salí atropelladamente
de casa en busca de los cálices de letras.
Tal fue el viaje que recorrió mi
imaginación por las páginas de aquellos libros que estaban esperándome, que no
fui consciente de los preparativos básicos que requería mi expedición. O lo que
es lo mismo, que no conté con la previsión meteorológica que predice y predica
el refrán: En abril, aguas mil. Y así
marché, con sayo, pero sin paraguas, consciente únicamente de llevar conmigo el
Metrobús y una bolsa para resguardar mis pequeños hallazgos. Por más que el
cielo encapotado me advertía, ni mis oídos -entretenidos con canciones para la
ocasión- ni mis ojos soñolientos, quisieron escuchar ni ver el furor de los
millones de gotas que se estaban agolpando en las nubes, preparándose para
precipitarse tras oír la señal.
Veinte minutos de metro y un
transbordo me mantuvieron en la ignorancia de lo que se estaba cociendo afuera.
Cuando el vagón me llevó a mi destino, la humedad que empezó a colarse por mi
nariz a la salida del metro anunciaba mi
gran error. Millones de gotas suicidándose contra el frío suelo fue lo que me
encontré en aquél inhóspito parque, que en otros tiempos fuera más agradable.
Ni un alma quedaba en sus avenidas, y las pocas que había, acudían desesperadas
al inframundo del que yo acababa de salir. Con ese panorama, tenía dos
opciones: o me volvía con el rabo entre las piernas y aplazaba la expedición, o
desperezaba a mis defensas y terminaba lo que no debería haber empezado un 28
de abril.
Escogí el segundo plato, con la
esperanza de que las nubes tuviesen compasión y me dejasen hacer. Sin rumbo
aparente, comencé a hundir mis pies en la tierra mojada, en busca de un camino
asfaltado cuyos senderos me condujeran lo antes posible a los libros perdidos.
Aunque mis esperanzas no decaían, mi ánimo sí que lo hacía, y a una velocidad
estrepitosa. Por fortuna, mis rezos al
Dios Gota fueron escuchados y, aunque
continuó gris como el cabello de una anciana, el cielo decidió darme una
tregua, eso sí, de media hora. Sin embargo, ello no ayudo a mi fortuna, pues
tras una nueva hora de búsqueda por bancos, raíces y monumentos mojados, volví
a casa con las manos tan vacías como cuando salí, solo que un poco más húmedas.