martes, 18 de marzo de 2014

Más vale amigo en mano que ciento volando

A la familia no tenemos la suerte de elegirla, pero a los amigos sí, gracias a Dios, y eso que soy atea (o indecisa, según como se mire), así que si tienes un amigo que valga la pena, consérvalo, y no es un mensaje de la Dirección General de Tráfico, pero debería. 

Desconozco al listo que triunfó con lo de que "el perro es el mejor amigo del hombre" -y que conste que soy muy animal lover, sobre todo de los gatos- pero a mí los únicos que me escuchan cuando he tenido un día de perros, de esos en los que me pasearía por mi barrio con cuchillo jamonero en mano, o quienes me consuelan cuando lo veo todo negro, tienen pelo, pero no tanto. 

Y sí, los cuento con los dedos de una mano, cosa que, por otro lado, a mi coche y a mí nos viene de perlas cuando tenemos que llevarles a algún lado, pero más vale la calidad que la cantidad (sin malpensar, guarrillos). No obstante, cierto es que hay que tener amigos hasta en el infierno, pues multiplicar los contactos de Facebook puede sacarnos de algún que otro apuro en más de una ocasión. Supongo que de ahí viene mi renovado interés por conocer gente nueva, especialmente si son guiris, que tengo que mejorar mi spanglish

En cualquier caso, orgullosa y satisfecha me siento con los que tengo, que me valen tanto para hablar inglés como para pedir otra ronda de chupitos. A todos ellos les digo que hay un amigo en mí.



lunes, 17 de marzo de 2014

La historia de mi pelo

Durante una crisis existencial, profesional y/o personal, algunos acuden al abrigo de familiares y amigos, a los consejos de Yahoo o incluso a ayuda profesional y cualificada si el trauma se resiste al paso del tiempo y de los chupitos. Yo, en cambio, me corto el pelo. 

En consecuencia, la historia de mi vida  pelo es corta, pero intensa. A veces incluso cíclica como dicen los expertos en moda, y últimamente extremadamente rentable. Y es que recibir dinero a cambio de un nuevo corte y tinte es la mejor forma de llenar el suelo de mechones llorosos. Los echaré de menos, tal vez. Hoy no, aunque quizá mañana me despierte llorando, como alguna de las modelos que, ante la atónita mirada de los peluqueros, han abandonado el escenario hechas un mar de lágrimas por no haber podido darle la extremaunción a sus cabellos.

Al final, casi cambio más de peinado que de bragas. Llegaría a tal extremo si mi pelo creciese a suficiente velocidad, y eso que no me puedo quejar, para chasco de todos aquellos (y cuando digo todos, es literalmente todos) que dicen que estoy muchísimo más guapa con el pelo corto que largo. Pues ahora toca estar guapa de nuevo. 

domingo, 16 de marzo de 2014

Qué malo es hacerse mayor

Y qué de gente quiere pegarme por quejarme del paso del tiempo con veinte primaveras a mis espaldas, pero es indiscutible el irrefrenable proceso de cambios que han estado redecorando mi cerebro con el paso de los años. Como todo cambio, no es algo que se note día tras día, ni mucho menos, sino que te despiertas una mañana con más ojeras, más pelo y menos espinillas y con un recién adquirido gusto por todos esos sabores que siempre aborreciste. Ahora, que no falte un vinito por la noche, el cafetito después de comer, ni un par de cervecitas con el aperitivo. 

Te cambia la forma de vestir, de peinarte, incluso de caminar. Desfilas con más gracia y confianza por las pasarelas de Fuencarral y Malasaña. Dejas un poco más de lado esos garitos llenos hasta los topes en busca de cafés alternativos con gafapastas interesantes y libros de autor. Pero al final, mucho indie y pocas nueces. 

La gotita que colma el vaso llega cuando, de paseíto por el retiro, te dedicas a criticar a todo grupo de adolescentes (osea sé, todos los que tienen menos de veinte años, porque tú, con 20 o 21, ya no eres ni adulto ni adolescente, sino un ser incomprendido castigado por los roles arbitrariamente repartidos por la sociedad). Ahí si que te sientes viejo, que no mayor, y tu único consuelo es mezclarte entre los gafapastas de Malasaña pensando que aún te quedan 9 o 10 añitos para pedirte un orujo de hierbas después de comer.

Si te ha gustado, también te gustará La crisis de los 20

miércoles, 12 de marzo de 2014

Caos de vida

Efectivamente, como dicen los señores de Tuenti, este caos de vida agota, y la musiquilla de su último anuncio también, y mucho. Tanto que siento un magnetismo feroz hacia el mando de la televisión para cambiar rauda y veloz de cadena, o al menos, si el programa merece la espera, bajar el volumen de los anuncios que me gritan desde el plasma. ¿Qué les pasa a los anunciantes, que ya solo consiguen molestar (pero en el mal sentido, no como lo entiende el gurú Risto Mejide)? 

Me da la amarga y desagradable sensación de que estamos faltos de ideas, y me incluyo no como anunciante, aunque en su día me planteé combinar periodismo con publicidad, sino como creadora, como portadora de un cerebro emprendedor que se ha quedado a medio camino. Últimamente sólo una idea ronda los bordes de mi cerebelo, y es la confusa sensación de que está todo inventado, por eso tenemos que ver los orígenes de 300, sufrir versiones en acústico de los hits que vomita la radio y recuperar la moda del año del pedo

Caos, efectivamente, es la palabra idónea que satura los mensajes publicitarios, los iconos, los símbolos y hasta las infinitas señales de tráfico de las que sólo hemos sido capaces de recordar el ceda y el stop (y algunos ni eso). En definitiva, estamos infoxicados, como le encanta gritar a mis profesores, trayendo a colación teorías que ni ellos mismos entienden para rellenar sus tres horas de monólogo universitario. 

Y como prueba, un botón: 


lunes, 10 de marzo de 2014

Reencuentro

Fuente: chuecashore

¿Quién dijo que el tiempo corre,
y nos quita la nostalgia,
y nos quita lo vivido
y nos borra la esperanza?

Después de seis meses compartiendo momentazos y depresiones de caballo veinticuatro horas al día y siete días a la semana, se hace verdaderamente difícil volver a acostumbrarse a la rutina de la vida real, pero una vez que aterrizas para no volver te das cuenta de que ese paréntesis que ha sido el Erasmus se ha acabado. Y comienzan los lloros, las pataletas y la ira contra el mundo cruel que te ha arrebatado los mejores meses de tu juventud. Aunque el Erasmus también quita cosas, años de vida concretamente, aporta muchas otras que no tienen precio. Las amistades son, sin duda, una de las más preciadas, pero a mi especialmente me gusta esa nueva visión del mundo, esa compuerta recién abierta que llena de luz mi cabeza. Esas ganas de conocer gente, de salir, de entrar, de viajar, de ver, escuchar y vivir, pero sobre todo, de reencontrar.

domingo, 9 de marzo de 2014

Mensaje en una botella para mi suegra

Una horrible jaqueca se había instalado en lo más profundo de mi olvidadizo cerebro, desde las seis y media de la mañana, tras el ensordecedor alarido del despertador. Con una fuerza sobrehumana arrastré mi cadáver hasta la ducha y lo empapé con agua gélida para borrar todo rastro de resaca ante el impertinente de mi jefe. Con la ayuda de un par de analgésicos las ocho horas de penitencia en mi minúsculo cubículo gris se pasaron más rápido de lo que  me esperaba, por lo que llegué a casa con la mayor de mis sonrisas improvisadas. Atravesé el porche con tres zancadas y me abandoné en los cojines del sofá, tras besar a María en la frente. “Estaba deleitándome con un vino de Navarra cuando sonó el teléfono. Me pasó el inalámbrico y me dijo: es mi madre. Dice que ha encontrado una botella con un mensaje tuyo”. Antes de que pudiera articular palabra, me encontré sujetando con pulso tembloroso el inalámbrico.

La noche anterior, tras un soporífero día encerrado en la oficina, me las arreglé para liar a Díaz y llevarle a tomar un par de vinitos. A la segunda botella llamé a Sara, la vecinita de mi suegra, pero no contestó. Ocho intentos fallidos más tarde, se me ocurrió la brillante idea de dejarle un detallito en la puerta, así que cogí una de las botellas recién descorchadas y escribí en una servilleta la declaración de intenciones más romántica e indecente que se me pudo ocurrir, con tal mala suerte de que al llegar al descansillo de su puerta, entre el traspiés del último escalón, la bombilla fundida y las copitas de más que llevaba, confundí A con B y dejé la botella en el felpudo de mi suegra.

Este es un microrrelato para el concurso que organiza www.turismodevino.com

jueves, 6 de marzo de 2014

Cuartito arriba

¡Ay, la gotita! La puñetera y placentera gotita que nace en tus cabellos despeinados, sin avisar, sin esperar al agua bendita del bidón, ni al reconfortante roce de la minúscula toalla que rescataste del cajón. Esa gotita que nace, crece y se reproduce al minuto ocho cuando rompes a sudar y sus amigas se acomodan en tus hombros, tu pecho, tu barbilla, tus pulgares y los huequecillos entre falange y falange. Las más débiles, las que no aguantan media vuelta arriba, acaban por suicidarse saltando del quinto piso de tu frente hasta empotrarse contra la bicicleta o el suelo. Las fuertes hacen piña en tus cabellos empapados, pegados al cerebro por la fuerza magnética que ejerce la música sobre tu cuerpo. Y tratas de espantarlas con la toalla, con la mano, con media vuelta abajo si hace falta, pero no hay manera. La gotita, esa que lo empezó todo, comienza su descenso infinito, de la nuca al sillín, pasando incómodamente por el surco de tu espalda, en una caída lenta y dolorosa que no termina nunca. Sube y baja, con cada pedaleo, con cada vuelta de rueda hasta que, ocho canciones más tarde, al fin logras deshacerte de ella. Disuelves el cuerpo con el agua ardiente de la ducha y desapareces de la escena del crimen, hasta el día siguiente. ¡Ay, la gotita!

miércoles, 5 de marzo de 2014

La vida perfecta

Desde que tenemos uso de razón, nos han estado lavando el cerebro con toallitas Kandoo para conducir al rebaño entero en la misma dirección. Con dibujos bien sencillos basados en el palo y el "redondo", han llenado nuestras cabezas de parvulario con imágenes de los deseos materiales, metas y aspiraciones que todos, como ciudadanos de la frontera, debemos tener. 

Por desgracia, ha sido bastante fácil; salvo algún pobre creativo etiquetado como edípico por los totalitaristas defensores de Freud, la mayoría aprendimos, dibujando, que la sagrada institución de la familia quedaba reducida al papá, la mamá y a "nosotros", con o sin hermano de penalti; que el sentido diario de la rutina era estudiar bajo el dominio de la LGE, la LOECE, la LODE, la LOGSE, la LOPEG, la LOCE, la LOE y la LOMCE para aspirar a un trabajo, una hipoteca y una casa de cuatro palos con tejado rojo y arbolito en la entrada; que debemos llenar la otra mitad de la cama con nuestra media naranja para exprimirla, amarla y conservarla hasta el final de sus días; que cada mochuelo a su olivo y sin rechistar, a ejercer el "derecho a permanecer en silencio".

Por suerte, en el mundo tiene que haber de todo, y lo hay. Tenemos todo un elenco de estereotipos que se pasan los prejuicios por el forro de la conciencia y saltan la valla no en busca de liberté, egalité y fraternité,  sino de dignidad, respeto y el derecho a ser dejado en paz, defendido en su día por Warren y Brandeis (los Wisin y Yandel del siglo XIX), dos que sabían que para ser democráticos, políticamente correctos y, al fin, felices, no hay que lamerle el culo a nadie. 

martes, 4 de marzo de 2014

Million Dollar Mother

Que madre no hay más que una es, además de un hecho, un estamento elevado a la categoría de mandamiento por alguna abuelilla con todo el derecho y deber de hacerse respetar. Ahora bien, los problemas comienzan a escaparse por debajo de la alfombra cuando, además de madre, se te planta como amiga, hermana, psicóloga y entrenadora personal, para terminar de colmar el vaso. Y es que, gotita a gotita, con tan polifacética compañera, llega un momento en que el intercambio de roles induce a una confusión tal que una ya no sabe si acatar sin rechistar como hija, mandar a la mierda, pero con cariño, como amiga, discutir a "grito pelao" como hermana, pasar de la terapia como clienta o saltarse la última serie de abdominales, en detrimento del culo y la propia autoestima.

Lo más difícil, diría, no es encontrar la respuesta acertada a la pregunta trampa, evitando con gracia un revés de colleja, sino saber en qué momento, lugar y calleja se dirige a mí como una cosa o la otra. Visto desde fuera, debe parecerse a una de esas películas de bajo presupuesto en las que los protagonistas desempeñan ocho papeles distintos, buscando a la vez un golpe de gracia y un ahorro considerable a la hucha. 

Orgullosa me siento, sin lugar a dudas, de ser la hija que soy y tener la madre que tengo, menos cuando me machaca en el gimnasio sin compasión alguna subida a una bici sin ruedas que a ella le lleva de paseíto por la pradera y a mi por el camino de la amargura; o cuando salimos de fiesta y se calza unos taconazos de infarto siete pisos más altos que los míos y se pasea con gracia como si llevase unas Nike cantosas; o cuando se enfada, me reprende y me recuerda que ya me lo dijo.

Físicamente es mi hermana, mentalmente mi mejor amiga, pero cuando se enfada combina lo peor de una madre con el temperamento de la teniente O'Neil. Madre no hay más que una, y menos mal, todo sea dicho, pero a la que hay, habrá que devolverle todo el respeto, paciencia, cariño y amor que nos entrega. 

lunes, 3 de marzo de 2014

La máquina de escribir

Llevaba meses, años, una eternidad arrastrando los pies por las aceras grises, sucias y mojadas de su barrio. Siempre alrededor de las mismas manzanas, las mismas aceras, los mismos pasos de cebra desgastados por el incesante abucheo de la lluvia. Llovía y llovía y llovía, en sus ojos, en el cielo, en el baño. Las goteras de su cerebro le ensuciaban el pelo, dejando mechones lacios pegados a los lados de su pequeño rostro. Sólo los lunes se atrevía a recogérselos con un par de horquillas negras de los años en los que calzaba tutú y mallas sobre el escenario, dejando a la vista sus ojos vidriosos que intentaban sonreír, sin mucho éxito, en la consulta del Doctor Caligari. Como en la película, su mundo de luces y sombras se proyectaba sobre las paredes de aquél despacho. Jamás vio un diván ni cartulinas blancas con cuadros de Picasso, pero la  amenazante sensación  de estar perdiendo el tiempo allí sentada era ya familiar, algo que había sentido con todos y cada uno de los psicólogos de los últimos diez años. Caligari era despiadadamente inquisitivo, feroz y autoritario, pero le reconfortaba el repetitivo murmullo que escupía su lengua afilada. Hablaba más que escuchaba, perdiéndose en delirantes monólogos sobre el bien y el mal, orquestados por su lapicero de madera de pino y su libreta llena de garabatos.  Después de media hora de largas preguntas compuestas, yuxtapuestas y subordinadas cerradas con breves respuestas negativas, alargó su brazo huesudo y rasgó con sus largas uñas una hoja del recetario y, con una perfecta Lucida Caligraphy escribió su nombre y algún que otro apellido. Con cordialidad y una media sonrisa en su rostro chupado, le condujo hasta la puerta de su reino, deseándole una feliz semana libre de pensamientos incómodos, como a él le gustaba llamarlos. 

Al vigésimo tercer bote de ese nuevo y revolucionario antidepresivo de teletienda, se levantó con un ímpetu desconocido, dispuesta a ahorrarse hasta el último centavo en curar las heridas de su mente. Justo antes de quedarse sin blanca, aprovechó el primero de mes para dar un paseo hasta el abarrotado centro comercial en busca de una de esas modernas máquinas de escribir que ahora venían equipadas con más extras que su coche. Poco le preocupaba la pantalla retina, el wifi o el revolucionario USB 3.0, pues sólo buscaba un cacharro con teclado y un editor de texto que corrigiese sus faltas de ortografía. 

Al llegar a casa, corrió como una niña pequeña a por unas tijeras para cortar las protecciones de su nuevo amigo, nada de venas esta vez. Fuera las bolsitas de plástico, las bridas y los corchos anti-golpes, enchufó la máquina a la corriente y le dio vida. Su pequeño Frankenstein parpadeó, gruñó y abrió la boca enseñándole todos sus dientes, de la A a la Z. Con una sorprendente habilidad, fue golpeándolos uno a uno creando una amigable melodía que se traducía en palabras en los ojos del monstruito. Poco a poco, conforme iba cogiéndole el tranquillo, iba sintiéndose más animada, relajada. Abrió las persianas y las ventanas de par en par para ventilar su rencor y compró cubos nuevos para recoger el agua de su cabeza. Cuanto más escribía, más libre se sentía, libre de acuchillar a sus personajes con una coma. Amordazaba a su madre con una interrogación y aplastaba al Doctor Caligari  entre paréntesis. Historia tras historia, describía con infinito detalle los planes para deshacerse de sus frustraciones, miedos y temores, dejándolos aparte con un simple punto.

Reescribió la Biblia, se coronó protagonista de los molinos de viento y se condenó a la solitaria vida del escritor. No podía parar de escribir, pues temía que dejar su nueva terapia a medias la mataría definitivamente, irrevocablemente, indefinidamente. Fumaba día y noche, intercalando cada espacio con una calada de paz y amargura. Tras varios meses de colillas amontonadas en la esquina y decenas de libros escritos, empezó a chispear de nuevo. Había matado en sus historias a todos y cada uno de los esquizofrénicos que conocía, pero necesitaba seguir escribiendo, por el bien de sus cabellos casi secos. Así que dejó la máquina cargándose, arrastró sus viejas zapatillas de estar por casa hasta la cocina y cogió las tijeras de siempre para ir a dar un paseo, en busca de caras nuevas para ensangrentar sus historias. Punto final.

domingo, 2 de marzo de 2014

A propósito de "Olvídate de mí"

How happy is the blameless vestal's lot!
The world forgetting, by the world forgot.
Eternal sunshine of the spotless mind!
Each pray'r accepted, and each wish resign'd
Alexander Pope "Eloisa to Abelard"

Cuanto más duele un recuerdo, más intenso es el sabor de la comida, más fría la brisa marina, más cegadora, bella y durmiente la nieve sobre la colina. Olvidar es de débiles, como soñar y no despertar jamás. Los recuerdos escuecen, pican, lloran, pero vivimos sólo para recordar. Nietzsche ha muerto y lo superamos. Podremos vivir estando locos o cuerdos, pero jamás podremos dejar la música, la pintura, la comedia, el melodrama de la vida. Compadezcámonos de los que perdieron su último aliento, sin derrochar el nuestro. Subimos un día las escaleras del infierno y descendimos del paraíso para quedarnos justo en el medio.