No pasó
mucho tiempo desde que el dolor provocado por sus afiladas caricias atravesó mi
cuerpo, hasta que me arrancó el último suspiro que le regalaron mis labios. El
suelo se convirtió en un rojizo mar de sueños rotos. Mi pulso se paró para
dejar de contar los años que cada golpe me había robado y el miedo huyó para
llevarse mi vida con él. Mis recuerdos se rindieron ante su violencia, pero sus
ojos perdieron toda su fuerza al comprender que acababa de devolverme mi libertad
y que mi alma jamás le había pertenecido.
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