domingo, 19 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - X

Al fin llegó el verano y, con él, la deseada sensación de libertad, de paz, de calma, de tiempo. Un tiempo que sólo queríamos emplear en nosotros mismos, en cuidar el uno del otro, en querernos, jugar y aprender cosas el uno del otro sin más preocupaciones que las relativas a nuestros próximos planes. Como decía, con el verano llegó el calor y, con el calor, la playa. La playa de Trengandín, la espuma burbujeante de Noja, que se acercaba a nuestros pies reptando por la arena, serpenteando entre las rocas negras que con el vaivén de la marea describían paisajes lunares. 

Partimos desde Madrid, en autocar, los dos solos, apalancados sobre nuestros asientos. Al cabo de un rato los ojos negros se cerraron plácidamente, pero yo no pude conciliar el sueño. Me entretuve con el precioso paisaje verde, cubierto por un cielo gris neblinoso que apenas dejaba entrever las figuras del horizonte. Paramos en Burgos, para estirar las piernas y contribuir al sostenimiento del negocio de la cafetería de la estación. Un par de bocatas de tortilla después, regresamos al autobús y recorrimos unos cientos de kilómetros más. En la última parada nos esperaban sus padres y unas pequeñas vacaciones maravillosas.

Paseamos por Santander, por el puerto y comimos en una marisquería de la zona antes de partir hacia Noja. Media hora de camino después, llegamos a un pequeño pueblo típicamente turístico, frecuentado por bilbaínos. Muchos edificios de segundas residencias, dos playas y una plaza comercial. Eso es Noja, descrita a grandes rasgos. Leyéndola entre líneas pude descubrir los acantilados franqueados por una densa y verde vegetación, los bosques de secuoyas a pocos kilómetros; las rutas perdidas en la montaña y los secretos del Norte que rezumaban en la tierra siempre húmeda y mojada.

Con ellos saboreé las riquísimas anchoas de Santoña, acompañadas de queso azul y pan, o las originales tapas de la plaza central, bañadas por cañas bien frías. Hicimos cientos de excursiones, visitamos miles de sitios. Izan y yo siempre nos quedábamos rezagados por atrás, con la excusa de darle uso a la cámara. Buscábamos siempre momentos para darnos un beso o un largo abrazo en la intimidad del bosque. Y, por la noche, nos dejábamos llevar entre la suavidad de las sábanas. Nuestras noches de amor y días de sol y playa se acabaron pronto, pero aún teníamos mucho verano por delante.

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