lunes, 3 de marzo de 2014

La máquina de escribir

Llevaba meses, años, una eternidad arrastrando los pies por las aceras grises, sucias y mojadas de su barrio. Siempre alrededor de las mismas manzanas, las mismas aceras, los mismos pasos de cebra desgastados por el incesante abucheo de la lluvia. Llovía y llovía y llovía, en sus ojos, en el cielo, en el baño. Las goteras de su cerebro le ensuciaban el pelo, dejando mechones lacios pegados a los lados de su pequeño rostro. Sólo los lunes se atrevía a recogérselos con un par de horquillas negras de los años en los que calzaba tutú y mallas sobre el escenario, dejando a la vista sus ojos vidriosos que intentaban sonreír, sin mucho éxito, en la consulta del Doctor Caligari. Como en la película, su mundo de luces y sombras se proyectaba sobre las paredes de aquél despacho. Jamás vio un diván ni cartulinas blancas con cuadros de Picasso, pero la  amenazante sensación  de estar perdiendo el tiempo allí sentada era ya familiar, algo que había sentido con todos y cada uno de los psicólogos de los últimos diez años. Caligari era despiadadamente inquisitivo, feroz y autoritario, pero le reconfortaba el repetitivo murmullo que escupía su lengua afilada. Hablaba más que escuchaba, perdiéndose en delirantes monólogos sobre el bien y el mal, orquestados por su lapicero de madera de pino y su libreta llena de garabatos.  Después de media hora de largas preguntas compuestas, yuxtapuestas y subordinadas cerradas con breves respuestas negativas, alargó su brazo huesudo y rasgó con sus largas uñas una hoja del recetario y, con una perfecta Lucida Caligraphy escribió su nombre y algún que otro apellido. Con cordialidad y una media sonrisa en su rostro chupado, le condujo hasta la puerta de su reino, deseándole una feliz semana libre de pensamientos incómodos, como a él le gustaba llamarlos. 

Al vigésimo tercer bote de ese nuevo y revolucionario antidepresivo de teletienda, se levantó con un ímpetu desconocido, dispuesta a ahorrarse hasta el último centavo en curar las heridas de su mente. Justo antes de quedarse sin blanca, aprovechó el primero de mes para dar un paseo hasta el abarrotado centro comercial en busca de una de esas modernas máquinas de escribir que ahora venían equipadas con más extras que su coche. Poco le preocupaba la pantalla retina, el wifi o el revolucionario USB 3.0, pues sólo buscaba un cacharro con teclado y un editor de texto que corrigiese sus faltas de ortografía. 

Al llegar a casa, corrió como una niña pequeña a por unas tijeras para cortar las protecciones de su nuevo amigo, nada de venas esta vez. Fuera las bolsitas de plástico, las bridas y los corchos anti-golpes, enchufó la máquina a la corriente y le dio vida. Su pequeño Frankenstein parpadeó, gruñó y abrió la boca enseñándole todos sus dientes, de la A a la Z. Con una sorprendente habilidad, fue golpeándolos uno a uno creando una amigable melodía que se traducía en palabras en los ojos del monstruito. Poco a poco, conforme iba cogiéndole el tranquillo, iba sintiéndose más animada, relajada. Abrió las persianas y las ventanas de par en par para ventilar su rencor y compró cubos nuevos para recoger el agua de su cabeza. Cuanto más escribía, más libre se sentía, libre de acuchillar a sus personajes con una coma. Amordazaba a su madre con una interrogación y aplastaba al Doctor Caligari  entre paréntesis. Historia tras historia, describía con infinito detalle los planes para deshacerse de sus frustraciones, miedos y temores, dejándolos aparte con un simple punto.

Reescribió la Biblia, se coronó protagonista de los molinos de viento y se condenó a la solitaria vida del escritor. No podía parar de escribir, pues temía que dejar su nueva terapia a medias la mataría definitivamente, irrevocablemente, indefinidamente. Fumaba día y noche, intercalando cada espacio con una calada de paz y amargura. Tras varios meses de colillas amontonadas en la esquina y decenas de libros escritos, empezó a chispear de nuevo. Había matado en sus historias a todos y cada uno de los esquizofrénicos que conocía, pero necesitaba seguir escribiendo, por el bien de sus cabellos casi secos. Así que dejó la máquina cargándose, arrastró sus viejas zapatillas de estar por casa hasta la cocina y cogió las tijeras de siempre para ir a dar un paseo, en busca de caras nuevas para ensangrentar sus historias. Punto final.

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