lunes, 4 de noviembre de 2013

El Retiro

Cuenta la leyenda que una vez hace no tanto tiempo, en la capital de nuestra tierra, un sabio erudito decidió compartir con el mundo todo su conocimiento. Para ello,  escondió 30.000 libros de su más preciada colección, que quedaron repartidos por los rincones más bellos de la ciudad. El mayor deseo del sabio anciano no era otro que dejar que la imaginación, la creatividad y la originalidad de aquellos libros inundaran los espíritus de sus afortunados lectores, los cuales deberían devolverlos a su escondite para que otro nuevo lector los encontrara. Todavía hoy son muchos los afortunados que se inspiran en esos retales de papel que deambulan por Madrid y yo, quiero ser una de ellos…

Sin más dilaciones y sin pensármelo dos veces, me puse en camino de la búsqueda de esos tesoros de papel escondidos en los rincones de la ciudad. Previamente ya había estado reflexionando sobre el lugar más propicio para encontrar alguna reliquia literaria. No me llevó mucho, apenas unas dos horas de cavilaciones y una de “Google Maps”, para escoger mi destino. A decir verdad, me dejé llevar por las recomendaciones de familiares y amigos, de esos que son “el amigo del amigo de mi amigo”, que afirmó encontrar una vez un libro escondido en tal o cual lugar.  Nunca he sido de dejarme llevar por habladurías , y mucho menos de fiarme de fuentes poco fidedignas, pero en esta ocasión la excepción se hizo regla y me aconsejó que tenía bastante más que ganar de lo que podía perder.

Como decía, las recomendaciones me sacaron el billete de ida (sin vuelta, para darle más emoción al asunto) hacia lo que parecía ser un blanco fácil, un trabajo de campo que sería capaz de despachar en, como mucho, un par de horas. El lugar de mis exploraciones literarias no era otro que el Parque de los Parques Madrileños, el preferido por hijos, padres, abuelos y veraneantes, el Retiro. Este idilio de senderos  teñidos de esmeralda y ocre prometía albergar en sus rincones, más o menos accesibles, las evidencias de que lo de los libros escondidos no era una mera leyenda urbana. Por ello, entusiasmada e ilusionada cual niña con zapatos nuevos, salí atropelladamente de casa en busca de los cálices de letras.

Tal fue el viaje que recorrió mi imaginación por las páginas de aquellos libros que estaban esperándome, que no fui consciente de los preparativos básicos que requería mi expedición. O lo que es lo mismo, que no conté con la previsión meteorológica que predice y predica el refrán: En abril, aguas mil. Y así marché, con sayo, pero sin paraguas, consciente únicamente de llevar conmigo el Metrobús y una bolsa para resguardar mis pequeños hallazgos. Por más que el cielo encapotado me advertía, ni mis oídos -entretenidos con canciones para la ocasión- ni mis ojos soñolientos, quisieron escuchar ni ver el furor de los millones de gotas que se estaban agolpando en las nubes, preparándose para precipitarse tras oír la señal.

Veinte minutos de metro y un transbordo me mantuvieron en la ignorancia de lo que se estaba cociendo afuera. Cuando el vagón me llevó a mi destino, la humedad que empezó a colarse por mi nariz  a la salida del metro anunciaba mi gran error. Millones de gotas suicidándose contra el frío suelo fue lo que me encontré en aquél inhóspito parque, que en otros tiempos fuera más agradable. Ni un alma quedaba en sus avenidas, y las pocas que había, acudían desesperadas al inframundo del que yo acababa de salir. Con ese panorama, tenía dos opciones: o me volvía con el rabo entre las piernas y aplazaba la expedición, o desperezaba a mis defensas y terminaba lo que no debería haber empezado un 28 de abril.


Escogí el segundo plato, con la esperanza de que las nubes tuviesen compasión y me dejasen hacer. Sin rumbo aparente, comencé a hundir mis pies en la tierra mojada, en busca de un camino asfaltado cuyos senderos me condujeran lo antes posible a los libros perdidos. Aunque mis esperanzas no decaían, mi ánimo sí que lo hacía, y a una velocidad estrepitosa. Por fortuna, mis rezos al Dios Gota fueron escuchados y, aunque continuó gris como el cabello de una anciana, el cielo decidió darme una tregua, eso sí, de media hora. Sin embargo, ello no ayudo a mi fortuna, pues tras una nueva hora de búsqueda por bancos, raíces y monumentos mojados, volví a casa con las manos tan vacías como cuando salí, solo que un poco más húmedas. 

2 comentarios :

  1. wooo! En serio, te soy completamente sincera escribis muy MUY bien! jamás me imagine ese final, lograste causar en mi mucha ansiedad con el texto. Es más, incluso al acabar de leer busque en google "30.000 libros escondidos en Madrid" para comprobar que era un relato real, no solamente literario y producto de la imaginacion. Que genial, lo haces muy bien..pff hubiera querido que encuentres uno y nos reveles de que habla. Y ahora yo tambien quiero ir a Madrid y encontrar otro :) Un beso y permiteme decir que relatas de una manera increible!

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    1. ¡Muchísimas gracias Milena! Me alegro de que te guste mi forma de escribir. A mi también me habría encantado encontrar uno... cuando acabe mi erasmus y regrese a Madrid me dedicaré a buscar más, sin duda. Sería una anécdota increíble, teniendo en cuenta lo que me gusta leer :D

      Un beso!

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