miércoles, 15 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - VIII

Por desgracia, nuestro fin de semana se acabó pronto, como la arena de un diminuto reloj de juguete.  Nos vimos obligados de volver a la realidad, al estrés de Madrid, al tráfico incesante de personas dormidas en su vaivén rutinario. Tuvimos que retomar la mala costumbre de no despertarnos a besos sobre una blanca cama mullida. En lugar de eso, habíamos de conformarnos con vernos una vez a la semana, dos si teníamos suerte; apalancados en un banco de madera recogiendo retales del amor que íbamos desperdigando sobre las aceras sin ton ni son. Otras semanas no teníamos tanta suerte, y simplemente esperábamos ansiosos la llegada del finde, del abrazo esperado, de la caricia juguetona, de la sonrisa de siempre.

Así pasó el curso sin darnos cuenta, entre tardes de biblioteca, besos de despedida y llamadas todas o casi todas las noches. Llamadas que acariciaban el aire, con dedos que jugueteaban indecisos con el botón de colgar, haciéndonos retroceder en el tiempo y bailar con las ganas de vernos. Y los malditos exámenes, cada vez más cerca.

No obstante, hubo un día que pareció congelarse en el calendario. El esperado 20 de mayo, el día más feliz de mi vida desde que aquél par de océanos negros se cruzaron en mi camino. El día elegido para celebrar el nacimiento de la criatura más bonita del universo, del hombre que cambiaría mis días para siempre. Me gusta echar la vista atrás para recordar el brillo de sus ojos cuando vio los paquetitos envueltos en papel de regalo esparcidos por la cama de su habitación: una carta que espero aun guarde, un pendiente de coco negro, una dilatación como la que tenía en aquella foto en la que sale tan sexy, varias fotografías de los rincones más especiales de nuestra primera cita: Colors, la plaza donde me besó, la esquina donde me cogió la mano por primera vez… y, por último, algo a lo que hemos dado buen uso: una sugerente crema de chocolate blanco diseñada para hacer caricias y dibujos corporales. He de reconocer que para sacar a flote nuestras dotes artísticas en la cama habría venido mejor la de frutos del bosque o la de chocolate negro, pero nuestro gusto común por el blanco (otra cosa más de las mil y una que compartimos), me hizo decantarme por él. Qué recuerdos y qué sabores. Su piel, mi piel y, entre medias, la suave y empalagosa textura del chocolate derritiéndose por nuestras curvas.

1 comentario :

  1. Hay momentos increíbles que no olvidaremos jamás, por mucho que el tiempo pase :)
    ¡Un beso muy muy muuy grande! <3

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