lunes, 13 de enero de 2014

Desde Roma con Amor - VII

Tras los besos acalorados escondidos en un pequeño rincón, llegaron los abrazos eternos; las caricias traviesas, juguetonas, tranquilas; los mordiscos a altas horas de la madrugada en el cuello y el lóbulo de la oreja; los susurros nerviosos, suaves y cariñosos. Palabras llenas de vida, de amor, de pasión, tremendamente sensuales y también sexuales. Nos comíamos con la mirada mientras se devoraban nuestras lenguas. En su casa, en la mía, en el coche. Cualquier lugar era bueno si estábamos los dos juntos. Sentíamos, reíamos, vivíamos. Cada día descubríamos secretos de nuestro cuerpo, palmo a palmo, a cada segundo. Ardíamos por dentro y sudábamos sin cesar por fuera. Nos amábamos como si no hubiese mañana, como si el hoy fuese nuestra única pertenencia, nuestra perdición.

Un día, sumida en el silencio de mi habitación, pensando en él y nada más que él, quien se encontraba a kilómetros de distancia, encontré un anuncio que se llevó toda mi atención. Un gran hotel en un acogedor pueblo de Portugal. Una noche bajo las estrellas, entre algodones, sumergida en las aguas del spa y la tranquilidad del paisaje portugués espiado desde unos grandes ventanales. No me lo pensé dos veces. Le llamé, le conté lo que se me había ocurrido y escuché atenta un rotundo sí que me llenó de alegría, emoción, ilusión y un nuevo impulso. De inmediato, reservé una noche de hotel en aquel lugar de cuento, sin saber cómo llegaríamos hasta allí. Sólo sabíamos el cuándo: después de los exámenes.

Meses más tarde, por fin llegó la fecha señalada a fuego en el calendario. De Madrid a Lisboa, de Lisboa a al viaje de nuestros sueños, nuestro primer viaje. Viajamos en avión hasta el lugar más cercano al pueblecito. Sucumbí a mis nervios, que no se relajaron hasta que nos subimos al primer autobús, y luego al segundo, y más tarde, a una tartana de taxi con los asientos roídos y sin cinturones. En lo alto de la colina se erguía un majestuoso hotel de piedra blanca rodeado por listones de roble. Arquitectura moderna, rectángulos recortando el cielo, una piscina bañando el paisaje y una habitación blanca y azul, espaciosa, cómoda, preciosa. De pronto, nos sentimos atrapados en un sueño que nos llevaba de la cama al restaurante, del restaurante a la cama, de la cama al spa, del spa al bosque surcado por caminos de tierra y del camino a la cama. Subimos, bajamos, nos arropamos, nos destapamos. Nos adentramos en un paraíso efímero, blanco, desconocido, perdido, a 700 kilómetros de nuestros hogares. Nos sentíamos libres, maduros, solos, adultos e increíblemente felices. 

1 comentario :

  1. Joder, qué historia más bonita, yo también quiero vivir algo así :)
    ¡Un beso muy muy muuy grande! <3

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