¡Ay, la gotita! La puñetera y placentera gotita que nace en tus cabellos despeinados, sin avisar, sin esperar al agua bendita del bidón, ni al reconfortante roce de la minúscula toalla que rescataste del cajón. Esa gotita que nace, crece y se reproduce al minuto ocho cuando rompes a sudar y sus amigas se acomodan en tus hombros, tu pecho, tu barbilla, tus pulgares y los huequecillos entre falange y falange. Las más débiles, las que no aguantan media vuelta arriba, acaban por suicidarse saltando del quinto piso de tu frente hasta empotrarse contra la bicicleta o el suelo. Las fuertes hacen piña en tus cabellos empapados, pegados al cerebro por la fuerza magnética que ejerce la música sobre tu cuerpo. Y tratas de espantarlas con la toalla, con la mano, con media vuelta abajo si hace falta, pero no hay manera. La gotita, esa que lo empezó todo, comienza su descenso infinito, de la nuca al sillín, pasando incómodamente por el surco de tu espalda, en una caída lenta y dolorosa que no termina nunca. Sube y baja, con cada pedaleo, con cada vuelta de rueda hasta que, ocho canciones más tarde, al fin logras deshacerte de ella. Disuelves el cuerpo con el agua ardiente de la ducha y desapareces de la escena del crimen, hasta el día siguiente. ¡Ay, la gotita!
Hola,como siempre un texto increíble,realmente me encanta tu forma de escribir.
ResponderEliminarEspero verte por mi blog n.n
Un beso