Mensaje en una botella para mi suegra
Una horrible jaqueca se había instalado en lo más profundo de mi
olvidadizo cerebro, desde las seis y media de la mañana, tras el ensordecedor
alarido del despertador. Con una fuerza sobrehumana arrastré mi cadáver hasta
la ducha y lo empapé con agua gélida para borrar todo rastro de resaca ante el
impertinente de mi jefe. Con la ayuda de un par de analgésicos las ocho horas
de penitencia en mi minúsculo cubículo gris se pasaron más rápido de lo que
me esperaba, por lo que llegué a casa con la mayor de mis sonrisas
improvisadas. Atravesé el porche con tres zancadas y me abandoné en los cojines
del sofá, tras besar a María en la frente. “Estaba deleitándome con un vino de Navarra cuando sonó el teléfono. Me
pasó el inalámbrico y me dijo: es mi madre. Dice que ha encontrado una botella
con un mensaje tuyo”. Antes de que pudiera articular palabra, me
encontré sujetando con pulso tembloroso el inalámbrico.
La noche anterior,
tras un soporífero día encerrado en la oficina, me las arreglé para liar a Díaz
y llevarle a tomar un par de vinitos. A la segunda botella llamé a Sara, la
vecinita de mi suegra, pero no contestó. Ocho intentos fallidos más tarde, se
me ocurrió la brillante idea de dejarle un detallito en la puerta, así que cogí
una de las botellas recién descorchadas y escribí en una servilleta la
declaración de intenciones más romántica e indecente que se me pudo ocurrir,
con tal mala suerte de que al llegar al descansillo de su puerta, entre el
traspiés del último escalón, la bombilla fundida y las copitas de más que
llevaba, confundí A con B y dejé la botella en el felpudo de mi suegra.
Este es un
microrrelato para el concurso que organiza www.turismodevino.com
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