Se conocieron al estilo americano, con el típico choque despistado y de improvisto, sólo que ella iba al volante conduciendo hacia el final de un estresante día, y él cruzaba el paso legalmente, con semáforo en verde y abuelilla de testigo. El cuasiatropello empezó con insultos, proseguidos de un par de cortes de mangas simultáneos, pero el cabreo inicial acabó por esfumarse, sustituido en su lugar por un continuo goteo de súplicas y disculpas. Ella estaba tan avergonzada y aturdida que confundió izquierda con derecha, el intermitente con el limpia y su propio nombre por el de alguna que otra chica de revista. Él aceptó con gusto sus disculpas y su número de teléfono, añadiéndolo hábilmente con un sólo dedo a su lista de contactos. Donde debería haber tecleado María escribió Sofía, y, por alguna razón desconocida por los designios del universo, en vez de corregirle, le invitó a subir al coche, que había alquilado para pasar unos días en Madrid, pero que, por algún motivo, se convirtió en su propio coche, desde hacía tres años. Mentira tras mentira, la vieja María, nueva Sofía, se veía enredada en una espiral viciosa que veía incapaz de controlar.
Mentirosa y enamoradiza compulsiva, besaba por donde él pisaba, cubierta por un velo de engaños tejidos cariñosamente por el paso del tiempo. Sofía María nunca le invitó a su piso, por estar presuntamente hecho un desastre por las llamas que lo consumieron, fruto de un despiste de su compañera de piso con la sandwichera. Ni tenía tal aparato de teletienda ni alquilado un estudio en Moratalaz, pero él, embebido con sus cálidos ojos y sus inocentes sonrisas, se lo creía todo sin problemas. Pasó tanto tiempo que ella tuvo que abandonar el hotel por falta de liquidez e instalarse en su casa, a la espera de que el falso seguro y el falso perito determinaran la causa y la indemnización del falso incendio. Él, un niño pijo, resabiado y consentido, vivía aún en el lecho materno, pero el chalet era lo suficientemente espacioso como para dejar aire fresco a la parejita. Un mes, dos, tres meses de felicidad incontenible y maquillada, Sofía María se había acomodado tan bien a la vida de mentiras que había construido que, cuando él le propuso matrimonio, se le escapó sin pensarlo un no tan grande como el chalet de tres plantas.